Obviamente no se llama Jalil, pero sí tiene un nombre árabe. Es sirio, pero llegó a Venezuela con poco menos de 15 años, llegó con sus padres y con ganas de huir de un lugar constantemente en guerra. Habla un español perfecto, fluido, porque lo aprendió muy joven. Además, los árabes tienen una gran habilidad para los idiomas. No sé a qué se deba pero he conocido y conozco muchos de ellos. México y en especial, la Ciudad de México acogió, desde el siglo XIX, a muchos inmigrantes árabes, sirios y libaneses, principalmente. Llegaban con pasaporte turco, por eso en muchas partes de Sudamérica, en especial, en Argentina, les dicen a todos turcos por igual, no importa su origen.
En México se integraron de mejor manera, haciéndose casi indistinguibles de un mexicano común. Tan es así que actores como Antonio Badú o Mauricio Garcés, empresarios como Carlos Slim, figuras como Salma Hayek o Susana Harp o escritores como Antonio Helé o Jaime Sabines no son vistas como “descendientes de migrantes árabes”.
Muchos de ellos se dedicaron a las telas y a los zapatos, otros tantos, a la farándula. Jalil me dice que tiene muchas ganas de visitar México, que desde que estaba en Venezuela lo quería hacer pero no se había dado el tiempo. Antes quiere visitar España, me dice entusiasmado. No se lo recomiendo mucho, la ola de racismo y anti islamismo ha crecido de manera exponencial. Pero él no ve noticias, es un hombre de cincuenta y tantos años que ha vivido de conducir camiones hasta que sus país adoptivo se volvió invivible. No ve noticias, no le interesan, ya tiene suficientes problemas con sus dos hijos, su esposa y el papeleo francés.
Habla árabe y español, el francés no lo aprendió en Siria porque perteneció a una minoría religiosa que solo habla árabe. Pese a todo, me dice que no es muy religioso y eso le ha traído problemas con otros musulmanes que le piden que sea más cercano a la mezquita. Entiende la religión como católico latinoamericano, cree en dios, pero no le ve mucho caso matarse por esa idea. Su esposa por ejemplo, no lleva burka, apenas si se cubre el cabello con una pañoleta. Si no supiera su origen, para mí serían un par de mexicanos de vacaciones en Francia.
Le pregunto si en Venezuela las cosas están muy mal. Me dice que cuando llegaron en los ochentas todo era lujo, mucho dinero obviamente, no para todos, pero si había mucho dinero. Luego todo se empezó a descomponer, fue cuando llegó Chávez y pareció arreglarse, después todo fue a peor. Con Maduro ha sido el infierno, me dice, sin parar de fumar. En eso es muy francés. Desayuna café y cigarro a las 9 de la mañana.
Cuando supo que si no se iban de Venezuela iban a acabar muertos por alguna pandilla, tomó a su familia y cruzaron a la Guayana para pedir refugio. Un año estuvo ahí, esperando la respuesta del estado francés, huelga decir, un año subvencionado por los impuestos de los franceses sin querer aprender francés.
No entiendo nada, me dice preocupado porque las conjugaciones y los giros lingüísticos le parecen complicadísimos. Siempre que dice eso, me digo, tuviste un año y no quisiste ni siquiera aprender a decir merci.
Junto a mí se siente una señora argelina, cuyo esposo es tunecino. Ella habla bien el francés, pero no lo sabe escribir. Su esposo es chofer de camiones y parece que le va muy bien. Ella habla a la perfección el francés con sus peculiar acento que corta las palabras. Ella, a su vez, es amiga de una chica de Chad, también habla muy bien el francés pero nos abe escribirlo. Por eso ambas están en mi curso, además, desconocen muchas cosas de la cultura francesa. La argelina es una madre, de esas que te acomodan el cuello de la camisa y que te preguntan por tus hijos. La otra es joven, tiene una bebé pequeña que se está acostumbrando al frío del continente.
Nos hemos hecho amigos los cuatro, Jalil, la madre y la chica. Tres árabes y un mexicano. Nos preguntamos en mi mal francés, sobre nuestras vidas. Me cuentan que ellos comen “halal”, que rezan, pero no tanto como deberían. La chica me dice que en su país vio muchas películas mexicanas dobladas al francés, conoce a Cantinflas y a los charros, conoce al Santo y hasta algo de lo más reciente. Quiere ir a México pero no sabe si algún día podría hacerlo.
Ellas son más habilidosas para integrarse. La más grande no trabaja, se dedica a sus hijos, ella no es refugiada, su esposo es francés ya por decreto, aunque es de origen tunecino. Va al cursos para poder asegurar el titré y aprender a escribir mejor el francés. No le falta dinero, es más, no cobra ninguna subvención. La chica sí cobra una ayuda, por ella y por su hija, pero ya está trabajando, de ilegal, o en negro, como dicen acá. Es inteligente y piensa poner un negocio. Jalil quiere ser chofer pero es muy desesperado… y no quiere aprender francés.
La semana pasada fuimos a un parque de animales, es decir, no un zoológico porque están semi libertad. Había cervatillos, jabalís, borregos salvajes y demás, todos procedentes de la región. También hay muchas aves, muchas rapaces. Ahí, entre los paseantes, los cuatro decidimos volvernos a ver una vez que terminara el curso. Ellas sonrientes, pero Jalil bastante preocupado. Espero no haberme equivocado de país, me dice poco antes de tomar el autobús de regreso a la escuela.
Siempre te quedará México, le digo y me sonríe. Vamos a sacarnos una foto, les digo.
Y nos la sacamos.